De Lisboa recuerdo una ventana
abierta
y la lluvia volteándose a través
de la cortina,
los muros hoscos de un hostal
donde los cuartos adyacentes
eran voces que se desmoronaban
como las cerraduras de una cárcel
o la lluvia.
No recuerdo las cuestas que se ven
en las fotografías,
ni esa niebla que parece perseguir
a los que habitan por sus calles
lo mismo que una llama de otro tiempo,
la triste ambigüedad de un mismo lado.
Sí que llegaba hacia la cama
el vago olor a hierba del tejado
que –pensaba- debían derramarse
a los cafés, el ruido o el olor
de la cerilla que asociaba
a la madera del tranvía.
Pero era una madera sumergida,
sorbos lentos de café
que atragantaban la ciudad
y que poco asemejaba con la idea dolorosa
que habíamos robado ingenuamente
de películas y libros.
Tú pensabas, ausente, en tus mujeres,
en la lenta armonía de tu tarde,
recordabas, tal vez, la carretera
precedente lo mismo que árboles azules,
la misma llave oculta;
poco a poco, el barrio alto
confiándose a la noche
-los cigarros que temblaban a tus manos
igual que el puente rojo de Lisboa,
el camping gas temblando en el balcón-,
te convencías de que la calle era
Lisboa.