martes, 11 de junio de 2013

EL INVIERNO EN LISBOA

De Lisboa recuerdo una ventana 
abierta
y la lluvia volteándose a través
de la cortina,
los muros hoscos de un hostal
donde los cuartos adyacentes 
eran voces que se desmoronaban
como las cerraduras de una cárcel 
o la lluvia. 
No recuerdo las cuestas que se ven 
en las fotografías, 
ni esa niebla que parece perseguir 
a los que habitan por sus calles 
lo mismo que una llama de otro tiempo, 
la triste ambigüedad de un mismo lado. 
Sí que llegaba hacia la cama 
el vago olor a hierba del tejado 
que –pensaba- debían derramarse 
a los cafés, el ruido o el olor 
de la cerilla que asociaba 
a la madera del tranvía.
Pero era una madera sumergida, 
sorbos lentos de café 
que atragantaban la ciudad 
y que poco asemejaba con la idea dolorosa 
que habíamos robado ingenuamente
de películas y libros. 


Tú pensabas, ausente, en tus mujeres,
en la lenta armonía de tu tarde, 
recordabas, tal vez, la carretera 
precedente lo mismo que árboles azules,
la misma llave oculta;
poco a poco, el barrio alto 
confiándose a la noche 
-los cigarros que temblaban a tus manos 
igual que el puente rojo de Lisboa,
el camping gas temblando en el balcón-, 
te convencías de que la calle era 
Lisboa.